Historia del hombre que todavía vive
(Tomado de la Revista Replicante)
Por Julia
Comba
El 19 de diciembre de 2001 Celeste Lepratti quería
volver a su casa. Se tomó el colectivo en Concepción del Uruguay, Entre Ríos, y
recorrió, una vez más, los pocos kilómetros que la separaban de Colonia de los
Ceibos donde vivía con su familia. Llegó a la tardecita. Estaba sorprendida y
conmovida por los saqueos del día anterior en Concepción, esa pequeña ciudad a
la que los medios nacionales presentaron como “el primer lugar saqueado del
país”.
En el campo estaban Dalis, su madre, y Osvaldo, uno
de sus hermanos. Claudio, el hermano mayor, vivía en Rosario desde hacía tiempo
y los visitaba, con suerte, dos veces al año. Laura, la mayor de las mujeres,
se había mudado a Concepción para trabajar de maestra. Martín, el cuarto
hermano, aprovechaba para visitar a unos amigos y el más pequeño, Camilo,
rendía materias en Oro Verde, un pueblo cercano en el que cursaba su
secundario. El papá, Orlando, estaba separado de Dalis pero vivía cerca, en la
casa que había sido de su padre. Celeste llegó y se sentó a mirar la tele y a
conversar con su madre y su hermano acerca de lo que estaba sucediendo.
—No entendíamos mucho lo que pasaba, como le pasó a
tanta gente —dice Celeste, después de casi diez años, en su departamento del
complejo gremial, en la zona sur de Rosario.
Y lo que pasaba era que el país se estaba
prendiendo fuego y que la gente se había cansado de esperar. Probablemente
entre un mate y otro, sonó el teléfono. Eran cerca de las 21 horas. Osvaldo
atendió y habló unos segundos. A Celeste el llamado le pareció eterno.
—Sí… —decía su hermano—. No. Sí, sí.
Y muchos silencios, de esos que siempre dicen todo.
Celeste miraba a su mamá Dalis y pensaba en Camilo,
el hermano menor. Dalis miraba a Celeste y también pensaba en Camilo, su hijo
más pequeño. Pero ninguna decía nada. Hasta que Osvaldo colgó.
—Y ahí nos dice —recuerda Celeste sin querer
nombrar eso que su hermano les dijo. Y “eso” era que un policía le había
disparado a Claudio en el cuello a las 18:15 de la tarde del 19 de diciembre de
2001, mientras ella volvía en colectivo a su casa sorprendida y conmovida, como
tanta gente, por todo lo que estaba sucediendo.
* * *
Cuando Dalis Bel parió a su primer hijo, el 27 de
febrero de 1966, en Concepción del Uruguay, no sabía —no podía saber— que ese
niño llamado Claudio iba a convertirse, años después, en otra ciudad y en otra
provincia, en un símbolo de lucha y entrega para tanta gente. Ni Dalis ni
Orlando podían saberlo así que, mientras tanto, tuvieron y criaron a otros
cinco hijos en la tranquilidad del campo entrerriano.
Los Lepratti eran una familia de campesinos
humildes que vivieron, en un principio, sólo de la agricultura, después
tuvieron que agregar la avicultura, hasta que llegaron los noventa, la pizza
con champagne y la crisis de su producción. Orlando sobrevivió con changas.
Los seis hijos cursaron la primaria en una escuela
rural de la zona. Cuando Claudió terminó pensó en seguir el secundario, así que
se mudó a la ciudad de Concepción donde tomó pensión y se inscribió en el
Colegio Santa Teresa, una escuela religiosa de la Orden Saleciana. Los fines de
semana volvía a su casa.
—Después, en sus últimos años del secundario, ya no
venía o se iba muy rápido porque había empezado a participar en algunas
actividades con gente de la escuela —recuerda su hermana Celeste.
En aquel entonces, Claudio o Chicho —como le
llamaban sus amigos— se había maravillado con la obra de Don Bosco, un
sacerdote italiano del siglo XIX, fundador de la Orden Saleciana, que había
dedicado su vida a la educación religiosa de niños y jóvenes marginados. Con
ese norte Claudio comenzó a participar en actividades en los barrios de la
ciudad, y fue esa misma vocación la que lo llevó a dejar, después de dos años y
varias materias aprobadas, su carrera como alumno libre de abogacía en la
Universidad del Litoral, para ingresar como seminarista en el Instituto
Salesiano Ceferino Namuncurá, de Funes, Provincia de Santa Fe.
Chico se quedó en una ribera. Al otro lado del río
Paraná nacía el Pocho. Y parece que a Claudio eso le gustaba.
—El sobrenombre se lo pusieron sus compañeros del
seminario. Ellos decían que Claudio escribía detrás de las boletas de los
partidos, bien chiquito —cuenta Celeste.
Pero, casualmente, en este país vivió otro Pocho un
tanto más conocido, uno al que no lo mató un policía sino los años, que se fue
con 78 y no con apenas 36: un tal Juan Domingo. Y se dice que a este Pocho el
otro Pocho le caía bien.
Su hermana también piensa que simpatizaba con parte
del peronismo, que por algo se presentaba siempre como Pocho. Lo dice mientras
acuna a su bebé de tres meses en el comedor de su departamento al cual su otro
hijo, Simón Claudio, se encargó de dibujarle todas las paredes.
Celeste se parece mucho —demasiado— a Pocho. Es
delgada, tiene ojos claros y habla con una paz que es, al menos, sorprendente
después de toda el agua que corrió bajo el puente. Hoy lleva una remera hecha
para alguna de las tantas marchas en las que participó y que dice “Estos y
estas somos. Hormigas que vamos haciendo memoria” y me cuenta que antes —antes
de eso— no conocía Rosario.
La hija menor de los Lepratti no había visto nunca
el Monumento a la Bandera ni el rancho de su hermano, ni se imaginaba —ella ni
su familia— la dimensión del trabajo que Claudio hacía en los barrios. Tiempo
después del asesinato llegó a la ciudad para sumarse a los reclamos de Justicia
y conoció el Monumento, la escuela, una enorme cantidad de personas que
trabajaban junto a él y conoció, también, a Gustavo.
Gustavo Martínez regresa a su casa después de
trabajar como secretario adjunto de ATE Rosario. Lleva el pelo al rape, tiene
los ojos achinados y habla lento, parsimonioso, como si buscase cada palabra en
un viejo baúl antes de pronunciarlas. Después, dirá que sus hijos siempre se
duermen cuando él habla. Y es cierto.
Antes de conocer a Celeste y tener estos dos niños
Gustavo se había cruzado con el otro Lepratti. Fue en la calle Felipe Moré 929,
en la cocina centralizada, donde se preparaban las raciones para los comedores
escolares. Martínez trabajaba y militaba allí, Pocho se incorporó más tarde a
hacer lo mismo. Se hicieron amigos enseguida.
Pero eso sucedió después: antes, mucho antes de
trabajar en la cocina, durante sus años de seminarista, Pocho había empezado a
darse cuenta de algunas cosas:
—En su carrera religiosa los seminaristas los
llevaban a hacer trabajo barrial en diferentes zonas de Rosario. Entre otras,
en el barrio Ludueña donde Claudio conoce la obra del padre Edgardo Montaldo
—explica su hermana—. Edgardo es un cura que hace más de cuarenta años que está
trabajando en ese barrio. Fue su referente, lo admiraba mucho.
Claudio podía ser casto y pobre, pero no obediente.
Quería mudarse a la villa. Los curas le dijeron que no. Que tenía que terminar
sus estudios. Que ya iba a haber tiempo para eso.
Claudio entró en crisis.
Había tomado los votos de pobreza y castidad sin
dificultades, pero no pudo —no quiso— tomar los de obediencia. Dijo que no
siempre iba a poder aceptarlo todo. Juntó sus cosas y se fue a vivir a la
villa, cerquita de Edgardo, porque como le dijo a su familia:
—Hay cosas que no pueden esperar. La gente no puede
esperar.
* * *
En enero de 2002 las paredes de la ciudad de
Rosario comenzaron a amanecer pintadas con una leyenda: Pocho Vive. La gente no
entendía. Algunos pensaron en Perón. Las pintadas no llevaban firma. Al poco
tiempo empezó a correr la versión de que ese tal Pocho era un flaco que andaba
siempre en bicicleta, que vivía y trabajaba en las villas y que había sido
asesinado por la policía del entonces gobernador Reutemann en diciembre de
2001.
—En ese momento no sabíamos quién las hacía pero
nos sumamos. Después supimos que gente de otras organizaciones o gente que no
se identifica con ninguna, que lo han conocido o no, habían salido a pintar
—dice Lucas García, uno de los adolescentes con quien Claudio trabajó en
Ludueña y que ahora, junto a muchos otros jóvenes, mantienen abierto el Centro
Cultural Casa de Pocho en el mismo rancho donde él vivía.
Hace casi diez años que la policía mató a Lepratti
y a otras seis personas aquel 19 en Rosario. Y hace, también, el mismo tiempo
que siguen apareciendo las pintadas y los esténciles del ángel que anda en
bicicleta, y ya varios meses en que se insiste, por las noches y en silencio,
con moldes y pintura azul, en cambiarle el nombre a la céntrica calle
Presidente Roca por Pocho Lepratti.
Ese Pocho, el de la calle del centro, un día empezó
a ir casa por casa, como una hormiga, a buscar a cada uno de los chicos del
barrio para reunirlos. Los juntaba a comer guisos, tortas fritas, iban a pasear
al río, hacían algún campamento. La idea prendió y se formaron alrededor de
veinte grupos de jóvenes en diferentes zonas humildes de Rosario.
—Él era muy despelotado, de no cumplir reglas
—recuerda Gustavo mientras su bebé se duerme—, pero siempre tenía una actitud
fraternal.
A la hora de las actividades Pocho creía
fervientemente en la Providencia. Las cosas funcionaban.
Así ocurrió aquel día en que se entrevistó, junto a
algunos de los chicos, con una mujer suiza que tenía que decidir si su
fundación los ayudaba económicamente con los campamentos. Le habían pedido que
presentara el proyecto por escrito y lo único que tenía como objetivo era “Que
los pibes hablen entre sí”. Eso era todo. La suiza no entendía demasiado,
siquiera con su traductor.
Pocho era un tipo de pocas palabras.
—No se destacaba por hacer intervenciones largas.
Algunas eran solamente “Y sí, ¿no?” Pero daba risa y volcaba el 80% de las
voluntades hacia un lado —cuenta Martínez sobre los tiempos en que Claudio era
delegado en la cocina centralizada.
Parece que este seminarista no predicaba con
discursos. A pesar de ello, y de su perfil bajo, algunos militantes todavía lo
recuerdan como aquel tipo que en medio de cientos de partidarios de todo el
abanico de la izquierda pidió turno para hablar y los invitó a un pesebre:
—El clima estaba muy tenso en Rosario porque había
tres conflictos grandes. Se hace una convocatoria por el tema social en el
barrio Santa Lucía. Eran todas banderas rojas, toda la flora y fauna de la
izquierda, con todo lo bueno y todos los vicios y la mierda que tenemos todos
—relata Gustavo con ritmo pausado y dice, también, que ese 20 de diciembre, en
un momento Pocho se les perdió y que lo vieron al rato allá, adelante de todo,
levantando la mano y pidiendo la palabra.
No lo podía creer.
—Encima le dan el turno y ahí, con todo el
leninismo, el trotskismo y el maoísmo dice: “Les agradecemos las invitaciones y
también los quiero invitar a todos… porque el sábado hacemos un pesebre con los
chicos del barrio ahí en plaza Ludueña, Liniers y Vélez Sarfield. Pueden llevar
mate si quieren”.
Los muchachos de la izquierda lo miraron como a un
extraterrestre. Como nadie supo qué decir, no se dijo nada. Claudio sabía que a
muchos les iba a ganar la curiosidad.
—No tenés idea de lo que fue ese pesebre. María y
José eran exiliados. José era carpintero, y como se tuvo que ir, era un
desocupado. El pesebre pintaba la Argentina de ese momento.
Y la Argentina de ese momento era la que iba a
estallar en 2001.
* * *
Rosario se despereza este 19 de diciembre de 2001
con movilizaciones de vecinos que piden comida y desocupados que reclaman el
pago de sus Planes Trabajar adeudados desde octubre. Hace mucho calor este
miércoles y todo está más tenso que de costumbre. Desde hace unos días se
suceden intentos de robos y saqueos en diferentes ciudades del país. En Rosario
comenzaron el viernes 14 y desde entonces se prometen bolsones con mercadería.
Las personas corren detrás de los rumores y se agolpan en las puertas de los supermercados.
Nadie sabe nada con certeza.
La tercera parte de la población del país es pobre
y el gobierno de Fernando De La Rúa, que ya lleva dos años, no hizo más que
anunciar un recorte detrás de otro. Rige la Ley de Convertibilidad —paridad
fija entre el peso y el dólar—, herencia del mandato anterior cuando gobernaba
el de apellido capicúa. En mayo del 2000 la Confederación General de Trabajadores
convoca al primero de siete paros para protestar contra la Ley de Reforma
Laboral, dicho en criollo: la flexibilización. Al tiempo, estalla un escándalo
por las coimas que el gobierno habría pagado a senadores opositores para
aprobar aquella ley. El vicepresidente renuncia.
La deuda crece 40 mil millones. Los ministros de
Economía se suceden. En las elecciones legislativas de octubre de 2001
Argentina vota a nadie: en Santa Fe 40% de los sufragios son impugnados o en
blanco. En noviembre el FMI guarda la billetera y abandona al gobierno.
Comienzan los retiros de dinero de los bancos. Cavallo nos encierra en el
corralito: se congelan todos los depósitos. Los ahorristas se amontonan frente
a los bancos desde el 1 de diciembre. Después de días, la protesta se agranda y
se traslada a la calle. El 19 el clima está tan comprimido que explota.
Los saqueos comienzan —en Rosario— por la mañana.
La ciudad es un hormiguero pateado. La policía reprime con balas de goma. Al
mediodía los noticieros transmiten la ola de saqueos en todo el país. Cerca de
las dos y media de la tarde la policía santafesina cambia cartuchos: empiezan a
disparar balas de fuego. Siete personas son asesinadas ese día en la ciudad.
De la Rúa se toma su tiempo: a las 23 horas declara
el Estado de Sitio por cadena nacional.
Y no dice más nada: ni medidas ante la crisis, ni
renuncias.
La clase media copa las calles golpeando cacerolas.
Pide “¡qué se vayan todos!”
Cavallo renuncia esa noche.
A las cinco de la mañana abandona todo el gabinete.
Se convoca a un gobierno de coalición.
El presidente espera la respuesta de los
peronistas, pero no llega.
El 20 de diciembre el clima es un caldo que hierve.
La gente gana la Plaza de Mayo, en Buenos Aires. Pide la renuncia de De La Rúa.
Cada vez son más. Cerca del mediodía vuelve la represión y hay al menos cinco
muertos en la Plaza. El presidente convoca de nuevo al justicialismo, pero
están inaugurando un aeropuerto en la provincia de San Luis.
De la Rúa redacta su renuncia en la Casa de
Gobierno. La noticia se conoce por los medios. No dice nada de las muertes:
junta sus cosas, se saca las fotos y sube a la terraza. Cerca de las ocho de la
noche se ve un helicóptero que sobrevuelva la Casa Rosada. Desciende en el
techo, no llega a aterrizar, el ex presidente sube y se va. Huye. La imagen
hace historia.
* * *
La Escuela no. 756 queda en Las Flores, uno de los
barrios más humildes de Rosario. Tiene las paredes blancas despintadas, las
aberturas verde inglés y se ubica en el cruce de dos calles donde abundan los
carros tirados por caballos y los perros.
Mari, la portera de la 756, dice que conocía a
Claudio, pero no mucho, porque hacían turnos diferentes. Tiene unos 65 años,
quizás menos, y camina con pasos cortos, balanceando su cuerpo de un lado a
otro. Hoy lleva el pelo recogido en un rodete tan prolijo que no parece
verdadero.
Mari dice que se enteró de la muerte de Pocho por
televisión. Aquella tarde sus amigas la llamaban por teléfono porque veían
gente y policías en la escuela. Querían saber qué pasaba. Pero ella no sabía:
—El barrio era todo corridas. Se escuchaban tiros.
Así que me quedé en casa —recuerda mientras vamos a ver el mural que se hizo en
la parte trasera de la escuela, un callejón lleno de barro, basura y yuyos
frente a la Avenida Circunvalación que rodea Rosario.
Horas antes de esos llamados las hermanas Claudia y
Graciela Cappelano llegaban tarde y con los ojos rojos a la escuela. Habían
esperado todo el día el llamado de la directora para saber qué hacer pero como
nadie les dijo nada fueron a trabajar igual.
Graciela era —y continúa siendo— ayudante de cocina
en el comedor. Claudia es portera desde hace unos diez años. Aquella tarde
entraron a la escuela cerca de las seis menos cuarto. Graciela apoyó los
bolsos, se ató el delantal y se puso a conversar con Lidia, la cocinera, y con
su hermana sobre los motivos de su demora. Dijeron que había gente frente al
supermercado del barrio y que la policía reprimía, que el barrio estaba todo
cortado y que tenían los ojos rojos por los gases lacrimógenos.
Después preguntaron por Claudio, el otro ayudante
de la cocinera. Lidia respondió que estaba “renegando desde hoy” porque Pocho
se subía al techo para ver los disturbios y ella lo necesitaba en la cocina.
Graciela miró el reloj: habían pasado diez minutos de las seis. Se fue al techo
a buscarlo y le pidió a su hermana que la acompañe. Tenían miedo pero querían
ver, ellas también, qué pasaba.
Treparon por una escalera de madera, saludaron a
Claudio y charlaron unos minutos. La Circunvalación estaba cortada, había
patrulleros y muchos policías, a una cuadra los vecinos del barrio La Granada
se peleaban con los oficiales, la tarde olía a gas lacrimógeno y sonaba a
disparos y llantos de chicos. En ese momento subió también Diego Portesio, un
docente de matemáticas que, como tampoco sabía lo que estaba ocurriendo, había
ido hasta la escuela para ver si se tomaban los exámenes del día.
Claudio se fue más adelante, sobre el techo de
zinc, para ver mejor. Las hermanas se disponían a bajar. Claudia estaba de
espaldas así que no vio venir al patrullero. Graciela y Diego sí lo vieron: un
corsa blanco con el número 2270 que venía en contramano por el callejón. Pocho
se asomó y, según Graciela, les gritó:
—¡Dejen de tirar manga de hijos de puta! ¡Acá hay
chicos, estamos trabajando!
—¡Hijos de puta, no maten a la gente! —dice Claudia
que gritó Pocho.
El auto frenó en seco. Del asiento trasero derecho
bajó Esteban Velázquez, todo vestido de negro.
—¡¿A vos qué te pasa la concha de tu madre?!
—gritó.
Y disparó.
La bala de la escopeta Itaka dio en la garganta de
Claudio. Los demás se tiraron al piso. Pocho gritó: “¡Me dieron!” Se escucharon
otros disparos. Claudia pidió que no tiren más y se acercó agachada hasta donde
estaba Pocho. Dice que los policías seguían apuntando.
—Le salía la sangre como sale el agua cuando se
rompe un caño, así, para todos lados, así que yo no sabía bien dónde le habían
pegado —dice Claudia después de diez años, en ese mismo comedor de esa misma
escuela, entre mesas de fórmica y vasitos de plástico amarillos. Y dice también
que los policías eran tres, que el conductor se bajó y se apoyó en el auto,
como mirando quién pasa por la calle, que al acompañante no lo vio bajar
—después se comprobó que también disparó—, que les gritó que llamen a una
ambulancia y que ellos se rieron y se fueron.
Graciela bajó, pidió a los vecinos que llamen a la
ambulancia. Pero no llegaba. El marido de la cocinera vino en su auto. Bajaron
a Claudio entre siete u ocho personas, por el lado del callejón y lo subieron
al vehículo. Se había amontonado mucha gente. El esposo de la cocinera, junto a
Pocho y las dos hermanas se fueron hasta la comisaría para pedir que les
abrieran el paso. Vieron al mismo patrullero estacionado. Graciela reconoció a
Velázquez y se le fue encima:
—¡Hijo de puta! Este chico se está muriendo.
¡Nosotros estábamos trabajando, no estábamos en los saqueos!
—Y nena, ¿para qué me puteó? Aparte, yo no tiré. Se
lastimó con un vidrio —le respondió contradictorio.
El paso nunca se lo abrieron. Graciela sacó el
guardapolvo por la ventana y prendidos a la bocina se hicieron paso solos.
Claudia llevaba a Pocho en su regazo.
—Era todo sangre —dice Claudia y se señala el
torso—, tenía frío, temblaba, no hablaba más.
Pocho murió cuarenta y cinco minutos después en el
Hospital de Emergencias.
* * *
Graciela nunca había visto morir a alguien. Estaba
nerviosa pero volvió igual a la comisaría para asentar su testimonio. El
sumariante anotó sólo sus datos: nunca le tomaron la denuncia por escrito.
Lo que sí hicieron fue falsear su testimonio,
abrirle una causa a Claudio por resistencia a la autoridad, inventar que desde
la escuela le dispararon al móvil —los testimonios de los policías después no
coincidieron— y hasta falsificar pruebas de manera torpe: se hicieron disparos
al móvil no. 2270 que, según la pericia, uno provenía de la misma altura y otro
en ángulo de abajo hacia arriba. No es posible disparar así desde arriba de un
techo.
—Lo que la Justicia santafesina nunca hizo es
investigar cómo fue la cadena de mandos —dice Celeste, indignada. Su hijo Simón
dibuja y ella, para entretenerlo, le pide que haga un camino —un camino— y un
puente.
El camino se les hizo difícil allá en el 2002,
cuando —después de seis meses— comenzaron a notar irregularidades en las causas
y pidieron a la Legislatura provincial que formase una comisión investigadora
de los hechos de diciembre. El justicialismo, partido del entonces gobernador,
tenía mayoría y se negó. La comisión se formó igual, pero fue no gubernamental.
—Para nosotros el principal responsable político es
Reutemann y nunca fue llamado a declarar —sentencia la hermana de Pocho—.
Además todos los fiscales, jueces y jefes policiales que laburaron para
garantizar la impunidad fueron premiados y ascendidos.
La investigación de la comisión fue presentada a la
Justicia pero no fue tenida en cuenta.
El 4 de febrero de 2003 se presentó voluntariamente
a declarar ante la Comisión el ministro de Gobierno Lorenzo Domínguez. Celeste
recuerda ese día:
—Domínguez declaró que las órdenes lo salteaban y
que el mandato decía que la represión debía darse incluso con balas de fuego.
Otros jefes policiales declararon que no recibieron
órdenes de ninguna autoridad. Lejos de lavar culpas, significaría que la
policía estuvo acéfala durante una de las crisis más importantes del país.
* * *
Lidia sigue siendo la cocinera del comedor. Está
revolviendo una olla enorme con una vara de madera y me mira a través del vapor
del agua.
—¡Estoy tomando sin control… estoy fumando sin
parar…! —canta cumbia la radio.
Una mujer pasa y sube el volumen.
Después, Lidia me dirá que no sabe bien qué pasó
arriba del techo porque ella estaba en la cocina. Que Claudio era “un cabeza
dura” y siempre la hacía reír. Recuerda que esa tarde bajó una de las chicas
muy asustada y ella se desorientó. Después pasó todo lo demás. Desde aquel día,
no quiso preguntar nada más porque se sentía muy mal.
—Pero… —dice— ¿es cierto que anda suelto ese que lo
mató al Pocho?
Esteban Velázquez vende hamburguesas y panchos en
un carrito de la plaza central de la localidad de Arroyo Seco. Los vecinos
dicen que lo guarda en la comisaría. La noticia se conoció en mayo. “Ese que lo
mató al Pocho” tiene parte de su condena de catorce años cumplida y goza de
salidas laborales.
El pasado 26 de abril un juez sobreseyó a los
policías acusados de falsear los testimonios y las pruebas. Marcelo Arrúa y
Rubén Perez —chofer y acompañante a cargo del móvil donde iba Velázquez—;
Roberto de la Torre, ex jefe de la subcomisaría 20ª; Daniel Horacio Braza, ex
jefe del Comando Radioeléctrico y Carlos Alberto de Souza, exoficial de guardia
de la sub 20ª fueron absueltos con el beneficio de la duda.
Diez años después
los ex funcionarios Domínguez y Álvarez están libres, el ex policía Velázquez
vende comida chatarra y Carlos Reutemann es senador por Santa Fe. Las paredes
seguirán gritando Pocho Vive. ®
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