Mi amigo Puiu (Marcelino Perelló )




Dice Freud que la amistad no es sino el amor sublimado, es decir, disfrazado. Aunque a menudo pienso que es al revés


A Nicoleta, adorable.
Que sabe y puede estar donde está.

Hace cuarenta años Puiu iba vestido de traje. A diario. De traje azul. Así y entonces lo conocí. Embolsado en el uniforme de la prepa. Yo había llegado a Rumanía un año antes y apenas empezaba a conocerla.
Me divierten mucho los que afirman, tan campantes, que conocen Polonia porque recorrieron el centro de Varsovia en un autobús de dos pisos. O los que compraron un tour de diez días por el África central en el Club Mediteranée, vieron elefantes sueltos, los llevaron a mirar las cataratas Victoria y se codearon con negros sudorosos en el mercado de artesanías de Lusaka, donde compraron jirafitas de calabó blanco que llevaron como recuerdo y prueba indiscutible de que conocen Zambia.
Los lugares no se conocen así. No son tan fáciles. Y la gente menos. Si el paisaje visual, óptico, puede uno aprehenderlo en algunos meses, digamos, el paisaje humano, cultural, social y sicológico, toma años.
Yo había aterrizado en Bucarest en el verano de 1969. Y un año después ya balbuceaba con alguna soltura el rumano. Fue entonces cuando me pude introducir en la banda en rumano gashca que se reunía todas las noches en casa de Tzumpi. Más exactamente en la buhardilla de la casa de Tzumpi. En la calle de Xenopol número uno. Junto al Jardín del Ícono, en el mero centro de la ciudad.
Ahí nos encontrábamos, en torno a Tzumpi, todo un grupo que compartía inquietudes culturales, musicales y literarias. Y políticas. Y humorísticas. La cantidad de chistes que llegué a escuchar, y a contar, en la casona de Xenopol es inconmensurable. La mayoría eran rumanos, Petruca, Vlad, Gaby, Sebi, pero también había franceses más precisamente francesas, Chantal, Marie-Heléne brasileños o portugueses, Adelino, Olavo. Y un mexicano.
Y Puiu. Puiu en rumano significa cachorro. Y Gabriel fue conocido desde niño como el Puiu Popii, es decir "el hijo del cura". Los sacerdotes en Rumanía, los ortodoxos, miran de reojo a las fieles de buen ver, les lanzan piropos y requiebros y, si se dejan, se las cogen. Así le hizo el papá del Puiu con su mamá, con la mamá del Puiu, no sin casarse antes.
Pero rápidamente el sobrenombre tuvo otra significación. En la calle Xenopol Puiu se convirtió, ¿cómo le diré yo?, en la mascota del grupo. Él tenía 16 años cuando nosotros nos acercábamos peligrosamente a los 30. Pero nos daba batalla. Me cae que nos daba batalla. Batalla y carrilla. Ese jovenzuelo que todavía se asombraba de que eso se le parara, no siempre en los momentos más adecuados, hablaba con nosotros de Lukacs y de Brecht, de Gramsci, de Antonioni y la Cardinale. Y se ponía al brinco.
Hermoso como él solo. Espigado, no sólo por su altura sino por el dorado centelleante de su pelo. En él, cielo y trigo estaban invertidos. Y esos dos faros azules lo veían todo, lo escudriñaban todo. Y a menudo entendían aquello en lo que los oídos se perdían.
Pronto me hice amigo suyo. Y, después de otro pronto, amigo íntimo. Y en un pronto más, amigo indispensable. Los caminos de la vida, no sin dolor, resultaron divergentes. Es decir, entendámonos: divergieron porque la distancia, la distancia geométrica, se agrandó, hasta miles y miles de kilómetros. Y en ese entonces no había ni ladas ni faxes ni internetes que la acortaran. La otra, la distancia emocional, espiritual, no hizo, en contrapeso, sino estrecharse.
Yo conocí Rumanía, la Rumanía auténtica, porque conocí a Puiu. A ese Puiu que no puede no ser auténtico. Los rumanos son un pueblo culto. Más que culto, sabio. Se puede ser sabio sin ser culto. Es esa una de las verdades que me regalaron los rumanos. Hay sabios, aquí y allá, que no saben leer. Y Puiu era culto y sabio. Pinche escuincle insoportable.
Con los años, Puiu se ha hecho más culto, pero como ocurre con los sabios, la cultura no lo ha apendejado. A lo largo de estos cuatro decenios, Puiu ha sido el que me ha perseguido a mí. Cual debe. No pos sí. Respeto a las canas, a las horas de vuelo. Y él voló a mi encuentro en Barcelona, en Culiacán (¡!) y en México Ciudad. Y cada vez, el reencuentro no fue tal. Ni siquiera fue encuentro. Puiu seguía ahí, como siempre. Igual a sí mismo. Igual a ese Puiu que yo construía en una ausencia que resultó no ser tal.
En el entretiempo, el Puiu Cosma (el seudónimo que heredó de su padre para no ser confundido con otros puius que deambulan por ahí) se enredó con una finlandesa encantadora, Marjo, y con ella germinaron una pequeña Puia, que ha de tener la edad que tenía su padre cuando yo lo encontré y aún no la concebía. No, ya ha de ser mayor. Mi mirada aún no se deposita en ella.
Pero, sobre todo, su trayectoria se interceptó con la de otra mujer inefable, Nicoleta. La suerte que ese bohemio impresentable no se merece. Me lleva. Nicoleta está ahí. Y no ha de ser fácil. No es cualquier cosa enamorarse de un torbellino. Y permitir que el vórtice no se consuma a sí mismo. Hay una inteligencia callada ahí. A lo mejor toda inteligencia es silenciosa. A veces. Las mujeres, ciertas mujeres, saben de eso.
Dice Freud que la amistad no es sino el amor sublimado, es decir, disfrazado. Quién quita. Si lo dice él ha de ser cierto. Aunque a menudo pienso que es al revés, que el amor, el deseo, no es más que la amistad ataviada.
En todo caso, es gracias a la amistad, y no al amor, que el mundo y la vida tienen sentido. Es la amistad, y no el amor y la familia, en el sentido estrecho y mezquino de los sinarquistas vergonzantes y emboscados, la que constituye el verdadero tejido social. Por Puiu, por el Puiu Cosma, aprendí no sólo lo que era Rumanía, regalo precioso. Aprendí, y sigo aprendiendo de él, discípulo de mi discípulo, lo que es el mundo.

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