El arcoíris del silencio


Xochiketzalli Rosas Cervantes

Cada movimiento de las manos de Carolina fue un grito que estalló en los ojos de quienes la mirábamos. Sus dedos deletreaban la palabra VIH a través de la lengua de señas mexicana, una y otra vez. Escupían su voz. “La comunidad LGBT de sordos necesita información sobre las enfermedades de transmisión sexual, sobre el VIH, sobre sus derechos sexuales”, se escuchaba en el amplificador de sonido la traducción de una mujer que interpretaba lo que aquellas manos decían.
La joven de 26 años sacudía los dedos con movimientos firmes, toscos, sin pausas; por momentos abría los ojos, arrugaba el semblante o movía la boca simulando el sonido ahogado de las palabras.
Era la tarde del jueves 22 de noviembre de 2012 cuando se paró frente  a  un grupo de 20 personas, en su mayoría oyentes, en el auditorio Digna Ochoa de la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal (CDHDF). Carolina se expresó fluida y segura en la conferencia informativa sobre los talleres “enSEÑA Sexualidad” que imparte la asociación civil Compartiendo Saberes Transformando Realidades (CSTAC)  para llevar información de educación sexual a la comunidad de sordos.
No era la primera vez que hablaba a través de sus manos sobre sexualidad y VIH, menos frente a un grupo de oyentes y sordos; pero sí era de las primeras veces que lo hacía como Carolina.
A principios de mayo de 2013 llegué a las instalaciones de CSTAC. Me recibió Nadia Arrollo Estrada, directora ejecutiva de la asociación, a quien le pedí su contacto seis meses atrás al finalizar aquella conferencia en la CDHDF, donde vi por primera vez a Carolina.
 ―Hay sordos, como ella, que tienen una pérdida auditiva que no es profunda y perciben sonidos, la voz humana, pero no con total nitidez; por eso, hay a quienes les enseñan a entrenar el oído para que interpreten lo que les están diciendo, una forma de complementar lo que se lee en los labios con lo que se alcanza a escuchar, a ese proceso se le llama oralización, donde a partir de ejercicios se les enseña a hablar, a mover los labios y a sacar el sonido. Este proceso sirve para la socialización con el oyente, pero no para un diálogo de expresividad profunda como con la lengua de señas.
Nadia me explicó que la comunidad de sordos se conforma en grupos muy diversos: “los hay con sordera profunda y saben o no la lengua de señas; quienes están oralizados, pero saben señas; la mayoría son analfabetas: no saben leer ni escribir español, y cuando lo saben sus competencias comunicativas son muy básicas".
Por eso, me reveló, las personas con discapacidad auditiva son mal llamadas “sordomudas”, cuando sólo son sordas, porque “no puedes reproducir un sonido que jamás has escuchado, los sordos tienen el sistema fonológico intacto, funciona perfecto, el déficit está en que no escuchan”.
Todo eso Nadia lo aprendió al convivir con la comunidad de sordos.
CSTAC, me narró, fue formada por un colectivo que se interesó en ayudar a distintos grupos marginados y vulnerables. Con el tiempo y las prácticas asistenciales que hicieron en un inicio, se dieron cuenta que tenían que emprender acciones sociales que dotaran a esos grupos de habilidades, capacidades y conocimientos para que lograran satisfacer sus necesidades básicas. Así construyeron un modelo de intervención integral; a partir de entonces, a cada población que llegaban trataron de acercarle cuestiones educativas, laborales y de salud.
La integración educativa de estos grupos en los colegios llevó a la pedagoga a trabajar en una escuela para sordos que le planteó la necesidad de crear talleres de sexualidad. 
―El primer año fue una cuestión meramente experimental, en la que llegábamos, proponíamos una serie de temas, actividades, considerando las capacidades, donde no había un lenguaje hablado, sino de señas, con un intérprete, y empezamos así la intervención ―me relató.
Ahí descubrió que nunca iba a lograr una intervención de calidad si ella no era bilingüe, sobre todo porque era muy complejo conseguir un intérprete que no mezclara sus juicios morales a la hora de signar lo que ella decía.
―Una ocasión, en un taller en el que estaban hablando sobre métodos anticonceptivos, una joven hizo una pregunta y la intérprete le dijo que no se preocupara, pues no era la edad para que ella tuviera relaciones, que eso sería hasta el matrimonio. 
Nadia no esperó más y aprendió la lengua de señas, “porque la comunidad de sordos valora mucho el que un oyente les hable en su lengua”. Pero no dejó de lado a los intérpretes, se hizo de un grupo que tuviera la capacidad de traducir abiertamente, y de esta forma dar mejores sesiones en los talleres y, a la vez, contribuir a la formación de los chavos sordos que estuvieran interesados en convertirse en intérpretes para participar activamente enseñando a otros, como ellos.
Ahí fue donde entró Carolina. Tras llegar a la asociación con la intención de aprender, se convirtió en intérprete activista no sólo en CSTAC, pero eso me lo platicaría ella un par de semanas después, en la misma oficina.

Rojo: Rodeada por el silencio

El sol fue inclemente con nosotras ese sábado. Para el ocaso, Carolina terminó con el brazo y el hombro izquierdo con un carmesí que contrastó con la blancura de su piel y de su blusa. Al medio día, caminamos sobre Paseo de la Reforma entre los estand de la Feria de las Culturas Amigas; veníamos de una sesión de fotos en la que ella posó con naturalidad y coqueteándole al lente; para después pasear por la Zona Rosa. Iríamos a conocer los lugares que suele frecuentar cada fin de semana, en ése que ha llamado su segundo hogar.
Era nuestro tercer encuentro y ya me trataba como una amiga más.
―¡Están muy padres tus aretes! ―dijo emocionada, con ese tono de voz que corta las palabras, las cambia, o que engruesa los sonidos que emite, como si la lengua estuviera entumida y se le trabara entre los dientes; mientras sus dedos meneaban las cuentas que colgaban de mi lóbulo.
En todo nuestro trayecto hubo alguien a quien saludar: encargados de bares o amigos; en algún momento Carolina me pidió que le reafirmara lo que le decían, porque no había alcanzado a escuchar; justo como lo hacía cada vez que la cuestionaba, cuando colocaba su cabeza de lado, acercándose un poco al sonido y mirando detenidamente mis labios.
Como guía de turistas me llevó entre las calles, relatándome sobre su vida. Fue frente a la columna del Ángel de la Independencia que me señaló un edificio.
―Ahí antes estaba un Vips donde se reunían los sordos gay, pero cuando construyeron ese edificio se fueron y ahora no sé con exactitud cuál es su punto de reunión, los encuentro dispersos ―me relató antes de virar en Amberes, donde empezó a nombrar los bares que al menos una vez ha pisado: La Facultad, La Gayta, El Papi y me indicó la dirección exacta de El Cabaretito Neón: Londres 101, un lugar al que fue “al día de ligue” con su amigo de la infancia César, un joven gay y sordo, y Jaasiel, a quien conoció en los grupos gay en los que ella es coordinadora.
―¿Y César cómo liga si no escucha ni habla como tú? ―le pregunté.
―Con diálogos en papel. Cuando César quiere platicar o ligar con un oyente le escribe en su celular, a veces en una hoja, y se lo da a leer, y ya le responden en el mismo celular o en la hoja.


Caí en cuenta: la Zona Rosa no sólo representa para ella un lugar de encuentro, pues es el sitio en el que conoció a sus espejos: chavos sordos, gays, y algunos que, al igual que ella, tienen VIH, y que se han vuelto su impulso y  motivación.
―Están muy encerrados porque no saben a dónde informarse, y muchos están luchando porque haya intérpretes en lugares que ellos necesitan: centros de salud, por ejemplo... varios conocidos han muerto porque no sabían que había más riesgos con el VIH... Entonces me dije, me voy a capacitar, ir a conferencias y así yo les informo. Los invito a los grupos. Tengo dos amigos que son sordos, uno con VIH, y están yendo a los grupos que coordino. Casi la mayoría no va, pero trato de convencerlos para que se informen. Quiero ser voluntaria para repartir condones y hacer exámenes de VIH a los sordos en la Zona Rosa.
Rastrear una cifra o dato que dé cuenta de cuántas personas sordas LGBT hay en México es como  buscar “una aguja en un pajar”. No existe. Las cifras del INEGI sólo engloban la discapacidad: “al año 2010 en México las personas que tienen algún tipo de discapacidad son  5 millones 739 mil 270, lo que representa 5.1% de la población total; siendo el 12.1% la que presenta dificultades para escuchar, entendiéndose por esto a las personas que no pueden oír, así como aquellas que presentan dificultad para escuchar (debilidad auditiva), en uno o ambos oídos, a las que aun usando aparato auditivo tiene dificultad para escuchar debido a lo avanzado de su problema”. 
Y nada más.
Esta situación preocupa a Carolina y a Nadia, porque además de ser un grupo invisible, integrantes de la comunidad de sordos también incurren en prácticas sexuales de riesgo, explica Nadia: “Muchas personas dicen que la comunidad de sordos es promiscua, pero cuando trabajamos con los jóvenes, nos dimos cuenta que como la mayoría son hijos de oyentes, y ellos nunca aprendieron lengua de señas, toda la vida han vivido en un monólogo o en un diálogo poco profundo en el sentido de la sexualidad; entonces, tampoco saben cuáles son los vínculos, no saben quién es el primo, la abuelita, el padrino”.
Nadia y Carolina concuerdan en que, como a la comunidad de sordos no les llega la información y el conocimiento, tampoco les llegan los tabúes ni la carga sociocultural, entonces, no se conflictuan tanto al momento de asumir su sexualidad, sea cual sea su preferencia. 
De ahí la importancia que ambas encuentran en cumplir con la exigencia de rebasar la conversación básica en lengua de señas y poder transmitir un nivel de conocimientos más elevado y que sea claro.
Justo con la finalidad de lograr esto, hace dos años CSTAC hizo una investigación cualitativa con grupos focales de jóvenes sordos a quienes preguntaron: ¿ustedes cómo saben de sexualidad? Lo que encontraron de manera recurrente fue que los conocimientos los obtenían a partir de lo que experimentaban; también hallaron que en todas las historias de estos chavos había habido abuso sexual; además, durante la impartición de talleres descubrieron que estas personas desconocían información sobre las infecciones  de transmisión sexual (ITS) y el VIH.
Por tal razón, la asociación presentó al Consejo Nacional para Prevención y Control del SIDA (CONASIDA) un proyecto para comenzar a abordar los casos como el de Carolina. El primer intento fue el año pasado, pero lo rebotaron porque dijeron que la comunidad sorda-gay no era población vulnerable, que los recursos estaban enfocados a la transgénero, transexual y travesti sin discapacidad. Este año volvieron a buscar el apoyo argumentando la existencia de casos de chavos con discapacidad auditiva con VIH y que también son del grupo trans. La respuesta fue que  presentaran el proyecto para abarcar a toda la población de Monterrey, Guadalajara y DF, y que si no podían cubrirlo, ni lo metieran.
Ante esto, Nadia reconoció que CSTAC no tiene la capacidad, en este momento, de abarcar tres ciudades en tres estados de la república. “Lo que nosotros queremos es ponerles rostro, quiénes son, saber dónde están, qué herramientas tienen. No les importó. Pedimos la oportunidad de pilotearlo en el DF y el año entrante, ya que los conozcamos y sepamos cómo se mueve el fenómeno del VIH en la comunidad, entonces nos vamos a Monterrey y a Guadalajara a capacitar, porque ya vamos a tener una experiencia previa del fenómeno; pero no escucharon de razones y la consigna fue: ‘regresen cuando puedan’. Para las instancias no es una comunidad representativa”.
Esa mañana, Diego inició el día con una travesura arriesgada en el edificio donde iba a la primaria. El niño de seis años trepó al barandal del cuarto piso y comenzó a caminar lentamente, un pie tras otro, tambaleándose, buscando el equilibrio. Sus compañeros y profesoras le gritaron desde la planta baja que podría caer, que tuviera cuidado; él apenas escuchaba susurros. Fueron segundos los que permaneció en vilo; de inmediato una maestra subió a auxiliarlo.
Desde esa vez empezaron a llegar los castigos y regaños: “no pone atención en clase, se sale del salón, tenemos que gritar para que entienda”. Su madre, María Luisa, empezó a sospechar que algo no estaba bien, porque, además, ella tenía que subir el volumen de todo para que el pequeño escuchara. Así, un día se decidió y lo llevó al médico.
El diagnóstico fue contundente: hipoacusia. Ésta es definida como la incapacidad total o parcial para escuchar sonidos en uno o ambos oídos. De acuerdo con el Centro Médico de la Universidad de Maryland, los principales tipos son: “la conductiva, que ocurre debido a un problema mecánico en el oído externo o el oído medio, porque es posible que los tres minúsculos huesos del oído (osículos) no conduzcan el sonido apropiadamente o que el tímpano no vibre en respuesta al sonido; y la neurosensorial que se debe a un problema en el oído interno. Ocurre con mayor frecuencia cuando las diminutas células pilosas (terminales nerviosas) que transmiten el sonido a través del oído están lesionadas, enfermas, no trabajan apropiadamente o han muerto”.
Diego supo desde entonces que su  incapacidad era parcial, pues no alcanzaba a escuchar del todo bien porque tenía completamente tapado con piel el oído, razón por la cual, resultó sorprendente para los médicos que pudiera percibir sonidos, esos que le permitieron hablar y comunicarse con otros oyentes.
Su padecimiento, sin embargo, le generó problemas con el lenguaje. Siempre tuvo dificultad para pronunciar algunas palabras, para conocerlas; “habla bien”, le decían todo el tiempo. También tuvo problemas con el aprendizaje, no entendía todo lo que sus profesores le explicaban. Y entonces, todo cambió.
―Mételo en una escuela para sordos ―le dijo una amiga de su madre.
―¡Cómo, si mi hijo sí escucha! ―reviró María Luisa.
Pero no se dijo más, con la idea de que su hijo iba aprender mejor lo llevó a una escuela especializada para sordos que se ubicaba cerca del metro Constitución de 1917, al oriente de la Ciudad de México. Recuerda Carolina que la escuela era una casa habitación: el patio de juegos era el garaje, y los dormitorios, los salones de clase.
Cuando Diego vio a sus compañeros hablando con las manos se preocupó: “Ahora cómo me comunico, cómo voy a aprender”, se dijo para sí mismo aterrorizado, más porque los primeros días dos compañeros se le acercaron y empezaron a bombardearlo con señas.
―¿Qué dicen! ¿Me están diciendo una grosería? ―les preguntaba ansioso.
El miedo se esfumó en cuanto le enseñaron el abecedario en lengua de señas y luego algunas palabras sobre modales. Un año se demoró en aprender para comunicarse y así poder leer y escribir.
―Aunque en mi casa tenía que hablar con mis papás y hermanos, porque ellos no aprendieron señas, yo mucho después les enseñé algunas, nunca se me olvidaron, porque siempre estaba rodeado de sordos, de silencio ―me cuenta Carolina, sumergida en sus recuerdos de infancia.
Hasta que la directora decidió correrlo. Le dijo a su madre que Diego tenía que ir a una escuela que no fuera de sordos, porque como escuchaba un poco, si no lo cambiaba nunca iba a aprender a hablar bien. No hubo más remedio y Diego tuvo que irse cuando llevaba apenas dos años en el nuevo colegio. Su madre lo cambió al Centro de Atención Múltiple (CAM) número 17. Al ingresar, lo enviaron de nuevo a primer grado de primaria, para entonces tenía como ocho o nueve años. Pero al terminar la secundaria no había más. Ya no tenía posibilidades de seguir estudiando en alguna escuela especializada en personas con discapacidad auditiva porque simplemente no existían. Incluso, recuerda, en sus clases tuvo profesoras que no sabían lengua de señas y apuntaban la clase en el pizarrón. Diego y sus compañeros copiaban en sus cuadernos, y si no entendían les explicaban hablando, porque su grupo era mixto: había niños con sordera absoluta y había niños con hipoacusia, como él; e incluso niños con otras discapacidades.
Sin proponérselo fue así que inició su formación como intérprete. Como él escuchaba, algunas veces las profesoras le pedían que tradujera a sus compañeros lo que no entendían. En la ceremonia de honores a la bandera de todos los lunes, Diego se paraba frente a su grupo y traducía.

Naranja: Por una alfabetización sexual

Carolina llegó puntual a nuestro primer encuentro, pese a las advertencias de sus retardos. A las cinco con dos minutos de la tarde cruzó la estancia que también funge como salón de clases en CSTAC y se encontró con Nadia, Cecilia, una joven sorda, amiga de Caro y promotora de la asociación, y yo, que la aguardábamos en la oficina.
Me sorprendió ver que Carolina usa audífonos ―me comentó que disfruta de la música electrónica y bromeó diciendo que por esa razón ahora escucha menos―. En la presentación y a lo largo de la charla observé a las tres mujeres comunicarse en silencio, cada una moviendo las manos como si estuvieran produciendo magia; y sin ningún sonido interrumpirse la una a la otra para explicar mejor, para precisar los recuerdos.
―¿Cómo fue que decidiste volverte autogestora? ―pregunté.
Tenía 18 años cuando salió de la secundaria y del “clóset”.  Además de enfrentarse a la falta de oportunidades de estudio, porque sólo pudo entrar a una preparatoria donde aprendió cocina, también tuvo que decirle a sus padres que era gay. “Salí con un cansancio por haber ocultado lo que era”. Primero se lo reveló a su mamá, quien en una respuesta de negación le pidió que se consiguiera novia.
―“¿Cómo crees?, prueba con una mujer, tienes mala orientación”, me dijo, y yo lo hice, me conseguí una novia. Pero cuando la besaba me daba asco ―y de inmediato se disculpó para no ofender a las otras tres mujeres que la escuchábamos―. No me gustaba.  Para ocultar lo que sentía, cuando la besaba, pensaba en un hombre guapo. Fue la primera y última vez que lo hice.
Tras el intento fallido, Carolina se sintió con más libertad para ser quien era. Luego de su primera experiencia sexual con un familiar, quiso conocer el mundo. Durante un año ir al Cine Nacional se convirtió en su rutina: iba los miércoles que era al dos por uno e iba mucha gente, y también los sábados. Al principio sólo veía las películas, conforme pasó el tiempo y fue conociendo a la gente quiso experimentar lo que ahí se vivía.
―Yo era como una prostituta. Cobraba por hacer el servicio. Encontré lo que me gustaba. Veía que se maquillaban y decía qué padre maquillaje, se ven muy bien, y entonces empecé a maquillarme;  esos pantalones me gustan, pegados; ¡botas! Cuando empecé a ser muy afeminada, fue que empecé a cobrar. Ahí conocí a una amiga, La Roberta, que me decía: pues cobra 50 pesos. Luego llegaban hombres y me preguntaban cuánto cobras. Yo cobraba por la mamada 50 pesos, y por la mamada y la cogida 100 pesos. Ganaba al día unos 200 pesos. Nada más para pagar la entrada que costaba 30 y 25 pesos los miércoles. Ahí fui travesti; el dueño me dejaba entrar travestida, empecé a descubrir esa parte de mí.
Siguió yendo “al naci”, como supo que le llamaban al cine porno que frecuentaba. De pronto enfermó, durante tres meses tuvo gripe y diarreas, entonces le confesó a su mamá lo que le pasaba. Ella la llevó a que le practicaran unos análisis (la prueba Elisa). Lo supo, era seropositivo.
―Fue muy difícil, porque tuve que pasar, primero, por ser gay, luego seropositivo, luego ser una chava transgénero y ser poco auditiva. Fue un caos para mí. 
Entonces llegó, gracias a su mamá, a dos grupos de ayuda: Jóvenes LGBT México y Milk Sero Más; en ellos Caro conoció mucha gente y se dio cuenta de la falta de difusión de información que había para que la comunidad de sordos gay pudiera ejercer una sexualidad responsable.
Justo como lo había descrito Nadia en nuestro primer encuentro: “No había seña para nada: sólo pene, vagina, hasta ahí llegaba el conocimiento. Hablar de testículos, conducto eyaculador, matriz, masturbación, no se podía porque no existía; entonces lo que hicimos para los talleres fue crear una enciclopedia de educación sexual en lenguaje de señas, donde no bautizamos nada: sólo deletreábamos de lo que estábamos hablando, esto se llama así, sirve para esto, mientras la comunidad consensuaba una seña propia, ya que entre los sordos la construcción del lenguaje y del conocimiento se da en el interior de los grupos y no podemos imponer; sólo construimos una alfabetización sexual”.
Así Caro inició su camino como activista e intérprete: empezó a asistir a conferencias para aprender y poder participar en los grupos a los que asistía, dando sus primeras clases de lengua de señas, enseñando el abecedario, algunas palabras de vocabulario como gay, bisexual; e incluso algunas groserías.
Cuando Carolina decidió dejar de ser Diego no usó más la pañoleta de cuadrículas rosa con blanco que decoraba y cubría su pecho; su cabello creció hasta que pudo sostenerlo con broches, a partir de entonces lució un fleco y se peinó de lado; dejó de esconder su feminidad e incluso se fabricó unos senos con los rellenos de un brasier. Su transformación fue gradual. Así lo reflejan sus fotos en su cuenta de Facebook. Cambió su ropa ―en su mayoría regalos de una de sus primas―. Eligió su nuevo nombre: “La psicóloga me dejó que buscara un nombre que tuviera un significado; en la búsqueda encontré el de Carolina y me gustó mucho porque significaba ‘fuerte’ y concordamos que me representaba”.
Fue bueno para ella, pero ha sido difícil. El año pasado, cuando aún conservaba rasgos de Diego ―contó Nadia― asistió a una escuela de sordos a dar un taller; los niños tenían entre seis y 12 años. El cabello apenas le estaba creciendo y empezaba a enchinarse las pestañas. Los pequeños la miraban y empezaban a murmurar o a reírse. Eso no preocupó a Caro, pero en el grupo en el que impartían el taller, un niño comenzó a molestarla constantemente: “Córtate el cabello; eso está mal. Tú eres niño, un hombre”, le escupía con las figuras que sus manos elaboraban con violencia.
Dicha situación generó movimiento en la escuela, tanto que en un simulacro que hubo todos los niños miraban a Carolina y no a la intérprete que estaba explicando las medidas de seguridad. Ante el acontecimiento, Nadia explicó a cada grupo de alumnos quién era Carolina, externándoles que ella estaba a gusto así.
―Me presionaron para que Carolina ya no fuera, en una de las sesiones me mandó llamar la directora, en un primer momento la escuela me dijo que no podían apoyarme con intérpretes, a lo que no vi problema porque Carolina iba con nosotros y nos ayudaría a traducir, pero ese día me dijo la directora: “sí te vamos a poner intérprete para que ya no traigas al tuyo”. En ese momento dije: “les agradezco mucho, pueden ponerme al intérprete, pero mi equipo es mi equipo, y ella va a terminar toda la jornada y no le voy a decir que se vaya”.
―Fue difícil pararme frente al mundo y decir que soy una chica transgénero, que tengo VIH; pero ahora ya no tengo miedo, lo digo muy fácilmente. Y sí se debe hablar de esto con los niños desde que son pequeños, decirles que existe para que puedan comprenderlo ―de inmediato, intervino Carolina y su semblante se mostró directo, sin titubeos ni contemplaciones.
Justo como la vi aquella primera vez en la conferencia.
  
Amarillo: Construyendo diálogos

Como cada martes, en la calle Ayuntamiento número 141 en la colonia Centro, inició la sesión de Milk Sero Más. Era la segunda vez que veía a Carolina y la vi diferente; con un par de señas le hice saber que las nuevas mechas doradas que decoraban su cabellera le quedaban muy bien. Después me uní a la dinámica: a cada uno de los que estaban reunidos les habían entregado un sobre que contenía la letra de una canción ―todas discriminaban a la comunidad gay, los condenaban a la enfermedad rosa: el VIH―; la intención era escuchar y leer la canción al mismo tiempo para que al finalizar se abriera el debate.
Carolina tradujo velozmente con las manos frente al único joven sordo que asistió a la sesión de más de 25 personas: César, su amigo de la primaria, asentía con la cabeza y respondía a la misma velocidad; de pronto Caro intervino para externar al resto del grupo lo que César opinaba.
Aquel edificio con fachada antigua congrega los dos grupos a los que asiste Carolina y en los que la han nombrado coordinadora de la comunidad gay-sorda: Jóvenes LGBT México que gestiona los domingos cada 15 días, y Milk Sero Más, un grupo para apoyar a la comunidad ―principalmente gay― con VIH, que gestiona todos los martes. Ambas agrupaciones son auspiciadas por la AIDS Healthcare Foundation (AHF), que proporciona el lugar y otros beneficios como asistencia médica, psicológica, pruebas de laboratorio de VIH y consejería.
―En Milk al principio éramos cinco personas, ahorita somos más de 40. Empecé a invitar a mis amigos sordos y de ahí me dijeron que fuera coordinadora y acepté inmediatamente, porque para  mí lo interesante es ir a los grupos de chavos sordos y promover el grupo para que vengan y se informen ―me contó Caro en el convivio al finalizar la sesión.
Entonces se nos acercó César. Yo no paraba de preguntarle a Caro lo que él decía, y de pedirle que le tradujera lo que yo decía. Noté que él la llamó con una seña; de inmediato le cuestioné sobre su significado. “Es mi seña, con la que me identifican, con la que me nombran; todos tenemos una, el grupo de sordos la asigna de acuerdo con lo más representativo de tu aspecto”. 
Le pedí que me asignaran la mía. Carolina lo consultó con César; los dos me observaron con detenimiento, y él fue quien movió los dedos: los colocó en forma de tijeras que en vez de cortar, caminan, pero la reprodujo cerca de los ojos. Caro me explicó que mis anteojos son mi distintivo y que esa era mi seña: la mujer de los anteojos. 
 Verde: Contra la invisibilidad

Tras el paseo en la Zona Rosa, acompañé a Carolina a casa de su amiga Crysthal, donde más tarde empezaría una fiesta. En esas horas con Carolina y sus amigos oyentes, vi lo que me platicó Nadia en nuestra primera reunión: “La sordera es la más invisibilizada de todas las discapacidades. No se ve, hasta que hay un momento de comunicación. Muchas veces los apoyos del Estado se reducen a aparatos auditivos para sordos, como si eso sopesara el no tener acceso al lenguaje de señas”.
―¿Cómo no victimizar a un grupo tan vulnerable? ―le pregunté a Nadia aquella vez.
―Viéndolos como un grupo cuya única necesidad es que te comuniques en su lengua. La única manera de dignificar a este grupo es decirle: te estoy mirando, viendo que tienes la necesidad de comunicarte como cualquier ser humano y, por lo tanto, aquí están los medios para que lo puedas hacer, con otro sordo y con un oyente.
Todos hablaban, se escuchaban a pesar de la música de fondo; Carolina los miraba, intentando descifrar lo que comentaban; vi cómo el zumbido del silencio la atravesaba, cómo giraba un poco la cabeza y la inclinaba para acercar su oído a la voz que la interrogaba; a veces, respondiendo con un “¡eh?” para que le repitieran la pregunta, aunque la mayoría de las veces contestando algo distinto a lo que le preguntaban. No los está escuchando, pensé, y comprendí que era mi turno de ser su intérprete: entonces comencé a repetirle lo que los demás decían.

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